Las normas procesales actuales constatan nítidamente que son
permeables a los avances tecnológicos. Así, por ejemplo, con precedente en la
LO 16/1994, la LEC 1/2000 abrió definitivamente las puertas a las nuevas
tecnologías y, posteriormente, reformas como la operada por la Ley 42/2015 redoblan
la generalización, incluso obligatoria para los profesionales de la justicia, con el objetivo de mejorar el proceso a través de aprovechar las llamadas TICs.
Por el momento los resultados pueden considerarse modestos. Así y todo, entre otras cosas, facilitan las relaciones de los operadores jurídicos entre sí y con el
órgano jurisdiccional a través de la notificación telemática, la generalización
del documento firmado digitalmente, y el aprovechamiento de portales
digitales en los que interactuar como ocurre con la subasta electrónica. Ahora
bien, aunque el futuro siempre se presenta incierto, el avance de las
tecnologías puede depararnos cambios que van más allá de la mera tramitación
procedimental, principalmente por lo que se refiere al desarrollo de una
inteligencia artificial que pueda llegar a ser autónoma.
Que el ser humano puede recrear artificialmente una inteligencia
con capacidad para sentir de modo similar al ser humano, esto es, equivalente o
incluso superior a la humana en todos los aspectos, sin duda representa un
futurible bastante incierto al que se anteponen un buen número de problemas no
solo técnicos, sino también de índole científico, moral, ético,
filosófico y hasta religioso. Pero encontraría menos inconvenientes si el
propósito fuera menos ambicioso, como meramente alcanzar una capacidad de
imitar, incluso con mayor eficacia, determinadas actividades hasta ahora
reservadas solamente al ser humano.
Desde la aparición de los primeros ordenadores, una
inteligencia, generalmente representada en forma humanoide, ha sido objeto de
atención de la ciencia en la ficción. Y ya en aquellos iniciales episodios se
comprendió que debía verse afectada por un determinado marco regulatorio. Y lo
bien cierto es que actualmente, como afirma gráficamente Rodríguez
Bajón: “los robots ya están aquí y
han venido para quedarse”. Y, en efecto, estamos conviviendo ya con robots
de distinta naturaleza. Son robots, por ejemplo, aquellos que deciden la
información más apropiada para consultar cuando usamos buscadores; quienes se
ocupan de señalarnos, en determinadas webs, la persona con la que podemos tener
afinidad en las relaciones afectivas; quienes comprenden nuestras preferencias
para ofrecernos determinada publicidad; o, en definitiva, aquellos que
recopilan los rastros que dejamos en internet para intentar influir en nuestras
decisiones. Y esta relación con los robots no parece que vaya a amainar, sino
todo lo contrario.
Otra cosa es que los robots puedan llegar a ser autónomos. Ciertamente,
esta autonomía actualmente todavía resulta muy limitada, pero una mera proyección del
estado de la técnica actual permite prever su potencialidad futura. No se trata, en
suma, de una mera ficción literaria, sino de un futurible probable y de
importancia creciente en la medida que se desarrolla la tecnología.
Hasta el punto es así que el propio Parlamento Europeo ha
empezado a prestar seriamente atención a esta cuestión. Y lo ha hecho porque
comprende que genera nuevos retos que deben ser observados y atendidos también
desde la óptica jurídica. Esta particular atención se constata en el proyecto
“robolaw”, en cierta actividad de los parlamentarios europeos en el ejercicio
de sus funciones, en el borrador de informe del grupo de trabajo creado en el
seno del Comité de Asuntos Legales del mismo Parlamento Europeo, y, por último,
hasta el momento, en el informe del mismo Comité.
En el próximo post daré
cuenta brevemente del trabajo –importantísimo- que se está realizando en el ámbito europeo
para anticiparse a esta realidad imparable.
José Bonet Navarro
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