En ciertos medios de comunicación, y con especial nitidez en las cada vez más bulliciosas redes sociales, impera la tendencia al más sectario y expeditivo enjuiciamiento de determinados personajes en relación con trascendentes asuntos, casi siempre relevantes penalmente. No importa si su inevitable resultado es la inmediata absolución o, por el contrario, la condena entreverada de linchamiento y escarnio público, siempre que el primero sea del afín y el segundo del diverso.
No voy a entrar en sus posibles causas o motivaciones, tampoco valoraré si existen alternativas ni buscaré justificaciones. Hasta puede que se encontraran. Me limitaré a poner al descubierto esta actitud colectiva cada vez más perpetrada y reseñaré su afección en los derechos y garantías que hoy son de otros pero mañana pueden ser perfectamente propios.
Siglos de experiencia, muchas veces dolorosa, y de reflexión, nos han permitido perfilar el modo en que ha de aplicarse el Derecho Penal. Precisamente representa, entre otros parámetros, un importante índice de civilización. No es casual que, a diferencia de lo que suele ocurrir con el Derecho Civil, su aplicación tenga carácter estrictamente público. Se excluye cualquier autotutela (que incluso se tipifica como delito en el art. 455 del Código Penal), y resulta indisponible la pena, salvo contadas y menores excepciones. Aunque resulte chocante, el sufrimiento consecuencia del delito no atribuye una relación material penal con el autor del mismo; ni el ofendido o agraviado, aunque puedan formular acusación y reciban un tratamiento específico, tienen derecho subjetivo alguno a que se imponga una pena. Igualmente, no es casual que el Derecho Penal deba aplicarse únicamente por los órganos jurisdiccionales y no por otros poderes del estado como el legislativo o el ejecutivo. Como no es tampoco casual que los tribunales deban imponer penas exclusivamente a través del proceso, configurado con unos parámetros, condiciones y garantías rigurosas.
Según nuestra Constitución, solamente los tribunales, a través del proceso, pueden imponer penas. Y el Código Penal declara expresamente que “nullum crimen, nulla poena, sine lege”; y también que “nemo damnetur nisi per legale indicium” ("no podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad sino en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente, de acuerdo con las leyes procesales ni en otra forma que la prescrita por la Ley y reglamentos que la desarrollan", dice el art. 3 CP).
Además de iniciarse necesariamente cuando exista hecho aparentemente delictivo, para lo que se crea el Ministerio Fiscal y se prevé una actividad preparatoria pública, el proceso penal español se configura conforme parámetros exigentes. La Constitución, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio Europeo de Derechos Humanos fundamentan sólidamente un importante conjunto de garantías procesales más o menos genéricamente expresadas. Entre ellas destaca la distinción entre instructor y decisor, que quien juzga no puede acusar y, sobre todo, el derecho de contradicción y de defensa. Todo ello se traduce concretamente en el derecho a ser informado de la acusación, el derecho a la asistencia letrada, a utilizar los medios de prueba pertinentes, la prohibición de tortura, el derecho a no declarar o no hacerlo contra sí mismo, el derecho a la presunción de inocencia, a una resolución fundada y al recurso, el derecho a un procedimiento oral, público y sin dilaciones indebidas…
Sin embargo, todos estos logros sociales y de civilización quedan derogados de hecho por el negocio de unos y el entretenimiento de la mayoría. En forma de información veraz, de crítica merecida y hasta de la más respetable indignación, se agazapan excesivos prejuicios o interinjuicios, valoraciones y decisiones absolutorias o condenatorias que sufren siempre de la carencia de elementos suficientes para aspirar a la más mínima certeza. Y para remate, tamaño ejercicio valorativo o decisorio se consuma orillando y despreciando los derechos y garantías que todo enjuiciamiento merece. Y es que en la actualidad, como casi cantaría Germán Coppini, son malos tiempos para la garantía.
Con independencia del resultado de los procesos penales que se han ventilado en el pasado, que se ventilan en el presente y que vendrán en el futuro, y sin perjuicio del derecho a la información y a la crítica, es necesario reclamar respeto, prudencia y valores democráticos. Las garantías procesales no son fruto de la casualidad ni resultan caprichosas, inútiles o contraproducentes. El sistema jurídico en general y el procesal en particular, como toda obra humana, es mejorable y plantea innumerables problemas. Además, los juzgadores son humanos y, por tanto, no son infalibles. Sin embargo, nuestro sistema procesal está construido para subsanar o minimizar los errores y para alcanzar un grado razonable de certeza equilibradamente con el respeto al ser humano. Confianza y, sobre todo, respeto es lo que merece nuestro sistema procesal y nuestros Tribunales. De otro lado, si nuestro prejuicio, como tal, no solamente carece de las más mínimas garantías procesales sino que incluso adolece de los elementos de juicio suficientes para valorar, y se halla plagado en el mejor de los casos de informaciones mediatizadas, parciales y hasta capciosas, parece que la prudencia también ha de ser un valor a tener muy en cuenta. Si junto a ello nos desprendemos de lastres y excrementos totalitarios persistentes y añadimos valores democráticos, habremos contribuido en alguna medida a construir una sociedad mejor.