El procedimiento monitorio se basa en la
solicitud que un acreedor de obligación documentada y con ciertos requisites
formula al órgano jurisdiccional a los efectos de que requiera al deudor para
que en un plazo más o menos breve pueda: cumplir, de modo que se pone fin al
procedimiento; oponerse, en tal caso se abre la vía ordinaria para resolverla;
o no hacer nada, lo que permitirá abrir la ejecución como si de una sentencia
se tratara.
En comparación con el antiguo juicio
ejecutivo, este procedimiento ha supuesto un importante avance. Entre otras
cosas, amplía significativamente el ámbito de obligaciones, hasta que se admite
sin límite cuantitativo; ofrece una respuesta adecuada a...
la estrategia de
adoptar una actitud pasiva esperando que el acreedor se canse o no le interese
insistir en la reclamación; y, también, favorece al deudor que tenía motivos
para oponerse pues no se le limitan sus oportunidades defensivas en un
procedimiento adecuado por la cuantía. De hecho, puede afirmarse que el
monitorio ha sido el último éxito procesal en el derecho español. Así lo
evidencia el hecho de que sea el procedimiento más numeroso en nuestros
juzgados, o que haya sufrido una importante expansion en los últimos años,
desde que se introdujo en 1999 en la Ley de Propiedad Horizontal y se
generalizara con la Ley 1/2000 de Enjuiciamiento Civil. Técnica que se usó en
la misma Ley también para la reclamación del crédito cambiario y para las
deudas de abogados y procuradores frente a sus clientes. Algo más tarde, para
créditos transfronterizos dentro del ámbito comunitario a través del Reglamento
(CE) 1896/2006, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de
2006; y, a continuación se fue ampliando a la pretensión de desahucio por falta
de pago mediante Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización
procesal; a la reclamación de determinados importes por el trabajador frente al
empresario introducido por la Ley 36/2011, del día siguiente, 11 de octubre,
reguladora de la Jurisdicción Social; y, por ultimo, al menos de momento, en la
Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria.
A estas alturas de la vida, estamos
acostumbrados a que nos mienta, por ejemplo, un candidato político; incluso
también ocasionalmente podemos haber comprobado sustanciales diferencias entre
la realidad y los hechos en los que se fundamenta una resolución. Pero resulta
una novedad y un paso importante para la barbaridad, que haya una significativa
diferencia entre lo que se manifiesta o se califica en el preámbulo de una ley
determinada, se supone que elemento importante para su interpretación, con lo
que realmente se regula en el texto de esa misma ley
A estas alturas, estamos acostumbrados a
mentiras habituales de algunos candidatos políticos, y hasta ocasionalmente
podemos comprobar sustanciales diferencias entre la realidad y los fundamentos
de determinadas resoluciones sobre todo administrativas. Pero resulta una
novedad –un pequeño paso para el hombre pero un importante salto para la
barbaridad- que haya una significativa diferencia entre lo que se manifiesta o
se califica en el preámbulo de una Ley determinada, se supone que es elemento
importante para su interpretación, y lo que realmente se regula en el texto de
esa misma ley. Y precisamente esto ocurre en el preámbulo de la Ley de
Jurisdicción Voluntaria.
No solo se pronuncia sobre cuestiones de
naturaleza jurídica, sino que se molesta en matizar la que no tiene. Dice,
entre otras cosas, que “No es un
procedimiento monitorio o de pequeña cuantía sino que se sigue la técnica del Reglamento
(CE) núm. 805/2004 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de abril, por el
que se establece un título ejecutivo europeo para créditos no impugnados”.
Resulta indiscutible que este Reglamento es
para créditos no impugnados. No obstante, se refiere en todo caso a
resoluciones judiciales, adoptadas por tanto en el contexto de un proceso, o
también a documentos ejecutivos siempre constando consentimiento expreso del
deudor. Partiendo de esto, y previa petición de la parte presentada ante el órgano
jurisdiccional, se creará un título ejecutivo eficaz en el ámbito europeo, sin
necesidad de declaración de ejecutividad ni posibilidad de impugnar su
reconocimiento. Esta técnica, por tanto, tiene poco o nada que ver con lo que
se instrumenta en los artículos 70 y 71 de la Ley de Jurisdicción Voluntaria.
Además de identidad en los presupuestos y trámites del monitorio, lo que
realmente se consigue ahora es constituirse un título ejecutivo extrajudicial
fruto de la pasividad del deudor, concretamente, de no oponerse al
requerimiento de pago. De esa forma, el título no deriva de un acto expreso
sino tácito o presunto. Se trata indudablemente de un monitorio, con la única
salvedad relevante de que el notario sustituye al órgano jurisdiccional, y de
que el título, en lugar de tener eficacia de una sentencia, la tendrá
solamente, de título extrajudicial.
Para que un acto tácito o presunto adquiera
eficacia ejecutiva hasta el momento siempre se había requerido bien actividad
judicial o bien acuerdo expreso. Ahora ya no. Lo que el preámbulo de la ley
pretende enmascarar parece que es precisamente el hecho de la constitución de
un título extrajudicial sin el consentimiento expreso del deudor. Y la
circunstancia de instrumentarse la técnica monitoria por un notario no
solamente excluye que el título pueda ser equivalente a una sentencia, sino
también impone que el título extrajudicial pueda obtenerse sin constancia de
voluntad expresa. I esta es la clave, porque esta atribución de competencia a
los notarios se encuentra justo en la misma barrera de la frontera, cuando no
la cruz, del ámbito propio de la función jurisdiccional. Cosa que, como no
podía ser de otro modo, había provocado razonables críticas por generar entre
otras cosas dudas de constitucionalidad. Así, cuando el legislador niega la
naturaleza monitoria a unos trámites con notables o plenas identidades con la
misma, y pretende convencernos de que sigue una técnica con la que mantiene
escasa afinidad, más que una muestra de ignorancia parece más bien que se trata
de una forma sibilina de acallar críticas, tensando hasta el límite la
interpretación constitucional para hacernos comulgar con las ruedas de molino
de la privatización del servicio público de justicia.
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